Los dos primeros capítulos de Malos presagios, para que os piquéis y tengáis una ligera idea de la que os espera a partir del lunes 25 de abril.
¿Estáis preparadas para un torbellino de emociones?
Capítulo uno
Que tropieces con tus propios pies y te caigas por la puerta del tren justo cuando acabas de llegar a la que será tu nueva ciudad, es un mal presagio. Que justo cuando estás convencida de que te estamparás contra el suelo y te romperás todos y cada uno de los dientes que forman tu perfecta dentadura, te agarren unos brazos duros como el hierro y nunca llegues a estrellarte contra el hormigón, es tener una suerte tremenda.
—Hola, preciosa.
La «preciosa» soy yo, Daniela Vivancos, para servir a Dios y a usted, como decía mi abuela. El que habla es un morenazo de ojos claros y tez curtida por el sol, el mismo que ha evitado que me caiga de morros al suelo como una mala caricatura del Papa ese que iba besando suelos cada vez que bajaba del avión.
—Hola —contesto. Creo que hasta estoy bizqueando y me falta algo de aire de lo fuerte que el muchacho me está agarrando. Pongo las manos en sus bíceps y sonrío—. Gracias.
—Las gracias debería dártelas yo a ti. Esta es una buena manera de empezar la mañana.
Quizá para él haya sido una buena manera, pero para mí ha sido espantosa. La maleta que llevaba en la mano se ha ido volando y tengo miedo de que alguien se aproveche y me la robe, pero el tío parece que no tiene muchas ganas de soltarme.
—Pues me alegro de haberte hecho el favor. Ahora, ¿podrías soltarme, si eres tan amable?
—Por supuesto. —Me suelta pero sin dejar de sonreír—. Me llamo Alonso. Bienvenida a Esquelles.
Esquelles es la ciudad a la que he venido a estudiar. Está en la costa del Mediterráneo, a pocos quilómetros de Barcelona, y posee, por extraño que parezca, una de las mejores academias de cine privadas que hay en España. Llevo seis largos años trabajando como una burra y ahorrando hasta el último céntimo, para poder venir aquí para hacer el curso especializado en dirección y realización. Trabajando al mismo tiempo que estudiaba el grado universitario en cinematografía y artes visuales.
—Gracias, Alonso. Yo soy Daniela.
—Dani, un nombre precioso.
Me doy cuenta de que el tío es un ligón. Es evidente por su desparpajo y por la sonrisa que me dedica, toda dientes blancos. Solo le falta que el sol incida en ellos y acabe deslumbrándome con el brillo.
Llevo casi toda la noche de viaje, y no estoy para muchas monsergas; además, odio que me llamen Dani, aunque no es momento para ponerme a gruñir por eso.
—Gracias, otra vez. ¿Todos los hombres de Esquelles son tan amables como tú con las recién llegadas?
Pretendo ser sarcástica, pero, o el muchacho no se ha enterado, o se está haciendo el loco, porque acaba de estallar en carcajadas. Genial. Y yo que pensaba que éramos las tías las que teníamos que reírnos de las bobadas que decían ellos. Parece que aquí la cosa va al revés.
—La gente de este pueblo suele ser muy acogedora, sí. —Me mira de arriba abajo y eso me está poniendo nerviosa—. Sobre todo con las chicas guapas como tú.
—Es bueno saberlo. ¿Y los hombres sois muy babosos? Lo digo para llevar encima una buena cantidad de kleenex.
Vuelve a reírse a carcajadas. Parece que todo lo que tiene de guapo, lo tiene de tonto. Qué desperdicio. Aunque no debería extrañarme ya que parece el típico tío que se pasa el día en el gimnasio machacándose con las máquinas. Seguro que se mete esteroides y mierdas de esas. Lástima. Dicen que esas cosas provocan impotencia, ¿verdad?
—Es una pena que tenga que irme —me dice—, porque me encantaría seguir hablando contigo. —Se sube al tren de un salto, justo cuando las puertas están empezando a cerrarse, y me dice adiós con la mano—. Espero que volvamos a vernos.
Vaya manera de empezar mi residencia en Esquelles.
Le saco la lengua y me giro para ir en busca de mi maleta. Por suerte, parece que aquí no es como en otros lugares, donde los ladrones están al acecho en las estaciones y en cuanto te descuidas, te roban hasta las bragas que llevas puestas, porque mi maleta sigue en el suelo.
Tampoco es que haya gente caballerosa, porque tengo que cogerla por mí misma sin ayuda de nadie, y pesa como un muerto. No es extraño, llevo aquí dentro media vida; la otra media la he dejado en Madrid, en casa de mis padres.
Salgo de la estación atravesando el edificio antiguo donde están las taquillas y las máquinas expendedoras de billetes, y bajo unos escalones que parecen una trampa mortal. Estoy a punto de caerme otra vez por culpa de la dichosa maleta. Me cuesta Dios y su madre poder bajarla por esos cuatro malditos escalones, pero por fin lo consigo y atravieso la calle directa hacia la parada de taxis.
Llevo la dirección de mi nueva casa apuntada en un papel que he guardado en el bolsillo de la chaqueta. Es un piso compartido que encontré por internet, y mientras el taxi me lleva hacia allí, voy rezando todo lo que sé, y lo que no sé me lo invento, para que no sea una leonera o algo peor.
Por suerte, el taxista no es de los que hablan hasta por los codos. Creo que está un poco mosqueado conmigo por el pedazo de maletón que llevo. Le ha costado lo suyo meterla en el maletero, al pobre. Y si meterla ha sido difícil, ya veremos cómo la sacamos.
Tanto pensar en meter y sacar, sacar y meter… se me ha venido a la mente el rostro de Alonso.
Lástima que me haya parecido tan capullo, porque guapote lo es un rato, del tipo que a mí me gustan: un palmo más alto que yo, bíceps bien potentes, delgado pero musculoso, mandíbula cuadrada y pelo ensortijado. Ojos verde esmeralda y el pelo castaño oscuro. Y por lo que intuí cuando me atrapó entre sus brazos, lo que guarda debajo de la bragueta no tiene desperdicio.
Por la Virgen del abrigo de pana. Creo que hace demasiado tiempo que estoy sin follamigo.
Tendré que ponerle remedio a eso muy pronto.
El piso es más grande de lo que esperaba. Cinco habitaciones, dos baños, una terraza jardín con césped artificial y que da a la calle, y una valla bastante alta rodeándola. Calle Águeda número 18, bajos segunda. Ahí es donde voy a vivir durante los nueve meses que dura este curso.
Nuria es quién me recibe. Hablé con ella por teléfono hace un par de meses, cuando me notificaron que me habían admitido para el curso, y ya me pareció una tía legal. Es muy hippie, de esas que van vestidas con faldas enormes llenas de flores, camisas campesinas y botas camperas. Jovial y agradable, lleva el pelo recogido en una trenza muy gruesa, y es de un color rojo tan intenso que casi parece anti natural. Pensaría que es teñido si no fuese porque tiene el rostro salpicado de pecas.
—Ya creíamos que no íbamos a encontrar a nadie de nuestro gusto cuando tú llamaste —me dice mientras me enseña el cuarto que voy a ocupar.
Tiene una cama individual, un armario y una mesita de noche, todo de madera rústica. Las paredes están pintadas de blanco inmaculado. Sobre el cabezal de la cama, hay una pequeña estantería vacía.
—El resto no vendrán hasta la hora de comer, así que tendrás tiempo de instalarte antes de que te asalten a lo bestia con mil preguntas. Aquí delante tienes el baño que compartirás con Susana. El lado izquierdo del armario es el tuyo, para que pongas tus cosas. Si quieres ducharte y descansar un rato, no te prives. Yo tengo que irme a trabajar. Estas son tus llaves. Bienvenida a tu nuevo hogar.
Me da dos besos sonoros en la mejilla, y se va, dejándome sola y muda en mitad de mi nueva habitación. ¿Todo el mundo aquí es tan confiado? Anda que, si yo fuera una ladrona, podría desvalijarles el piso con toda la tranquilidad del mundo. Menos mal que no lo soy.
Pero lo que sí soy, es muy cotilla.
No puedo resistir la tentación, y antes de ponerme a deshacer la maleta, he de recorrer todo el piso y curiosear un poco.
Empiezo por el salón comedor, que está al principio. Es amplio y soleado, con unas puertas francesas que dan a la terraza jardín. Tiene muebles del Ikea de color pino, y un sofá de tres plazas rojo sangre. A cada lado, un sillón a juego. Una televisión moderna, de esas súper planas, lo preside todo. A un lado, pegada a la pared, hay una mesa cuadrada con cuatro sillas a su alrededor. Las paredes no son blancas como en mi dormitorio. Aquí son dos de color verde, y dos de color naranja, enfrentadas unas con las otras.
Al lado del comedor está la cocina. No es muy grande, pero está bien equipada. De repente, me doy cuenta de que tengo mucha sed, así que cojo un vaso y abro el grifo. En cuanto pruebo el agua, tengo que escupirla. ¡Dios, qué asco! Sabe a rayos y a cloro. ¿Qué beberán? Entonces veo, a un lado, una garrafa de plástico llena de agua. Vale. Agua embotellada. Me sirvo un vaso y bebo con muchas ganas.
Lo siguiente que me encuentro, es un dormitorio como el mío de grande, pero este no está desnudo solo con los muebles. Las paredes están llenas de pósters de gente vestida de cuero, sacando la lengua, y haciendo los cuernos con los dedos. Hay una mesa escritorio llena de libros, papeles, un portátil; y mucha ropa tirada por el suelo.
Me da miedo pasar de la puerta, así que cierro y voy a la siguiente.
Ya lo sé. Lo que estoy haciendo no está bien, pero, ¡coño! ¿os parece normal que acabe de llegar y me dejen sola, sin ni siquiera enseñarme la casa? ¡Qué menos! Así que me la enseño a mí misma.
La siguiente puerta es otro baño, y la otra, un dormitorio. Este debe ser el de Nuria, seguro. Está pintado en tonos pastel, y tiene un enorme atrapa sueños colgado de la lámpara del techo. Está recogido y ordenado, y en las paredes hay un par de cuadros new age muy chulos.
Cuando estoy a punto de entrar en el tercer dormitorio, oigo abrirse la puerta de la calle. Al principio me asusto, porque según Nuria, no debería llegar nadie hasta la tarde, por lo que me quedo quieta como una estatua en mitad del pasillo. Si es un ladrón, ¿qué coño hago? Aunque los ladrones no tienen llaves de la puerta…
Me asomo y veo a una chica. Ha entrado en el comedor y está rebuscando algo en un cajón.
—¿Hola? —digo desde el pasillo, sin atreverme a acercarme. La chica se sobresalta y se gira hacia mí.
Va vestida bastante normal, con un pantalón vaquero, zapatillas y una camiseta roja de manga corta. Estamos a finales de septiembre y todavía hace una calor que espanta.
—¡Hola! —exclama con una gran sonrisa—. Tú debes ser Daniela, la nueva, ¿no? —Se acerca a mí con una mano extendida. Yo se la acepto y la sacudimos—. Soy Paula. Espero que Nuria te haya enseñado cuál es tu cuarto.
—Sí, sí, lo ha hecho.
—Menos mal. La pobre tiene una memoria un tanto peculiar. Bueno, como es toda ella. —Se echa a reír y me coge del brazo para arrastrarme hasta la cocina—. ¿Has desayunado? Porque yo no, y tengo un hambre que me muero.
Son las doce del mediodía, y mi desayuno hace horas que se cayó a mis pies. Mi estómago, que hasta aquel momento no había dicho ni mú, empieza a protestar ruidosamente. Me siento tan avergonzada que me pongo roja como un tomate de la huerta murciana, igualita a mi madre cuando le dan los sofocos de la menopausia.
Hablando de mi madre. Todavía no la he llamado y estará muerta de preocupación.
—No digas nada, está claro que tienes hambre. ¿Hacen unos cereales?
Saca una caja de Kellogs de la alacena, dos cuencos de plástico, una botella de leche, y lo pone todo sobre la pequeña mesa de la cocina que hay pegada a la pared. Me siento allí, agradecida de que alguien tenga la amabilidad de darme algo con que llenar la tripa. Sé que después tendré que buscar alguna tienda para comprar comida. Compartir piso no significa que pueda andar robando la comida de las demás. Cada una se compra y se paga lo suyo, y se tiene que respetar si se quiere tener una convivencia en paz y armonía.
Paula sirve los cereales y me pone delante el bol y una cuchara. Se llena el suyo de leche y me pasa la botella. La imito y empezamos a comer en silencio. Qué rico está lo que sea cuando se tiene hambre. Y qué pereza pensar en que tengo que poner a sacar todas las cosas de la maleta.
—¿Has venido en AVE? —me pregunta.
—Sí, con el pedazo maleta que traigo, facturarla en avión me hubiera costado un ojo de la cara.
—A mi me encanta ir en tren. Es tan… vintage —me dice con mirada soñadora—. Me encantaría poder hacer alguno de los viajes a través de Europa que se hacían a principios del siglo XX. En el Orient Express, o algo así. ¿Sabes si aún existe?
—Pues, no. No tengo ni idea.
Paula ya no me parece tan normal. Dos de dos, y ambas locas. ¿Dónde he venido a parar?
—Es que me encanta leer a Agatha Christie, ¿sabes? Y una de mis novelas favoritas es Asesinato en el Orient Express. Hércules Poirot encarna mi hombre ideal. No muy alto, no muy guapo, con un bombín ridículo… pero taaaan inteligente y observador. Además, es belga, que es lo más parecido a un francés que existe. Ya sabes, el amour y el oh lalá.
—Ah. Sí. Claro. Completamente lógico. —Le doy la razón de los locos. Estoy empezando a pensar que me he metido en un psiquiátrico simulado o algo por el estilo. O es que en esta ciudad la contaminación es tan alta que afecta a los niveles de CO2 del cerebro.
—¿Te gusta leer?
—Sí, mucho.
—¿Y qué tipo de novela?
A ver, cómo le digo yo que leo novela romántica sin que me mire como si fuese idiota. El mal karma que arrastramos las lectoras de romántica no es nada sano.
—Me gusta de todo un poco —digo así, generalizando.
—A mí también. Pero lo que más, la novela negra y la romántica, ¿te lo puedes creer? Nada que ver un género con el otro.
¡Aleluya! ¡Lee romántica!
—Yo adoro la romántica. ¿Qué autoras te gustan?
—Uf, muchas. ¡Hay tantísimo donde escoger hoy en día!
Hablamos un rato de libros, y me quedo mucho más tranquila: no tendré que esconder mis novelas rosa, y no servirán para mi burla y escarnio. Tuve una mala experiencia en la uni, cuando un día me pillaron leyendo una. Ellos fueron gilipollas, como adolescentes de secundaria; y para mí fue bochornoso. Sobre todo porque acabé dándole una patada en los huevos a uno con el que me hubiera gustado acostarme. Antes de la tontería del libro, claro; después se me quitaron las ganas, que una es selectiva en estas cosas y, para mi gusto, los tíos han de tener un mínimo de inteligencia emocional.
Después de comerme los cereales, toca abrir la maleta y empezar a colocar todo lo que he traído de Madrid. Paula se ofrece a ayudarme, pero le digo que no hace falta. De manera educada, claro. No me gusta que hurguen en mis cosas, y menos alguien que todavía no conozco. Pero no se va, sino que se sienta sobre mi cama y empieza a parlotear sin ton ni son mientras yo empiezo a sacar mi ropa, libros y el resto, así que desconecto mis oídos para no oírla, algo que aprendí a hacer desde muy chiquita gracias a las interminables cantinelas de mi madre.
Hasta que oigo un nombre.
Alonso.
—¿Qué has dicho? —le pregunto.
—Que por la comida no te preocupes. Alonso ha dicho que traería un par de pollos a l'ast y patatas fritas cuando vuelva. Con que le pagues tu parte, será suficiente. Por la tarde te acompañaré al súper para que compres lo que necesites.
Alonso.
¿Alonso?
¿En serio?
No, no puede ser el mismo. Seguro que es una simple coincidencia, ¿verdad?
¿VERDAD?
Pues no.
A las tres de la tarde, cuando yo ya he conseguido guardar todas mis cosas, e incluso me ha dado tiempo de darme una ducha rápida y llamar a casa para decirles que he llegado bien, aparece él. Y sí. Es el mismo héroe gilipollas que interceptó mi aterrizaje en la estación.
Fantástico.
Simplemente fantabuloso.
Capítulo dos
A las tres en punto llega Alonso. El mismo Alonso que había sido testigo de mi llegada triunfal a la estación de Esquelles, y que consiguió que no me rompiera los morros en el intento. El mismo que había flirteado conmigo descaradamente, y al que yo había tomado el pelo.
Se queda de piedra al verme allí, exactamente igual que yo. Rezo para que no diga ni una palabra de lo ocurrido, y parece leérmelo en la cara, porque solo me dirige una sonrisa torcida muy burlona y se limita a darme dos besos de bienvenida.
No ha llegado solo. Viene acompañado de la cuarta inquilina, Susana.
Susana no tiene nada que ver con el resto de nosotras, muchachas normalitas con encanto, pero sin nada más. Susana es modelo, alta, delgada, y con una confianza en sí misma más que aplastante. Vive en Esquelles porque está cerca de Barcelona, que es donde trabaja casi siempre, y porque los alquileres son mucho más económicos. Es joven, veintiún años, y su carrera de modelo todavía no ha despegado, aunque no para de trabajar en desfiles y sesiones fotográficas. Mi primera impresión es que ya es demasiado vieja para triunfar, teniendo en cuenta que hoy en día, las modelos, cuanto más jóvenes son, mejor. Pero, ¿quién soy yo para decir nada? La saludo con dos besos, le digo que estoy encantada de conocerla, y nos sentamos a la mesa.
Comemos todos en la mesa. Nuria todavía no ha regresado, así que hay sitio, aunque estamos un poco apretados. Me doy cuenta que Susana se arrima más de la cuenta a Alonso, pero él solo tiene ojos para mí. Para burlarse en silencio, claro. Sus ojos y su sonrisa torcida lo dicen todo. Creo que está haciendo un gran esfuerzo para no contar lo de la estación, y me da miedo pensar en porqué no lo hace. Hablan mucho, y yo no digo casi nada. Escucho, e intento hacerme una idea de cómo es cada uno de ellos.
Lo que más me sorprende es que Alonso es el cuarto compañero de piso, y tiene su dormitorio justo al lado del mío. Un tío como este, conviviendo con tres chicas… bueno, ahora cuatro, conmigo. ¿Será gay y esa pose suya no es más que una farsa? No sería extraño. Aunque el mundo está cambiando a grandes zancadas, hay muchos hombres que todavía no han aceptado su condición y siguen viviendo una mentira. Es una lástima, pero es así. Y no es como si todos los gays vinieran con una pegatina en la frente anunciando su condición a gritos; la mayoría, si no te lo dicen, ni siquiera te das cuenta de que lo son.
Cuando terminamos de comer, me doy cuenta de que, a pesar de las marcadas diferencias entre unos y otros, forman un grupo bastante unido y coherente. Se llevan bien, y no parece que haya malos rollos. Es un alivio, la verdad. Uno de mis miedos era ir a parar a una casa donde estuvieran en guerra. Convivir no es fácil. Si ya es difícil hacerlo con personas de tu misma sangre, imagínate hacerlo con desconocidos…
A las cinco de la tarde, me dispongo a ir a la compra. Paula se ha ofrecido a acompañarme, pero Alonso la convence para que le deje hacerlo a él.
No me hace gracia.
Ninguna gracia.
Pero tengo que aguantarme. No le voy a poner pegas. Me mirarían raro, porque no saben qué ha pasado entre nosotros en la estación.
Salimos a la calle con un par de bolsas de plástico en la mano. Se ve que aquí también hacen pagar por las bolsas en las tiendas. Y yo que pensaba que en los pueblos sería diferente.
—Vaya con doña casualidad —me dice.
Yo no contesto. ¿Qué puedo decir?
—Quién nos iba a decir que íbamos a compartir piso —insiste.
—Pues sí, quién. Qué suerte la nuestra —contesto, mordaz.
Vale. Relacionarme con tíos nunca ha sido mi fuerte. Suelo ser borde por naturaleza. No es algo que haya aprendido o que me esfuerce por ser. Me sale natural. Entonces pienso que estoy siendo injusta, así que añado:
—Por cierto, gracias por no contarlo. Ha sido todo un detalle.
—Ah, no tiene importancia. Así tengo algo con lo que hacerte chantaje.
Lo miro de refilón y me doy cuenta de que se está riendo por lo bajini. Vale, me está tomando el pelo.
—Pues si esperas conseguir dinero, lo llevas claro. No tengo un puto duro.
—Nah, prefiero que me pagues en especias.
Me guiña un ojo y a mí me entran ganas de reír. ¿En especias? ¿En serio? ¿De qué sitio ha salido este tío?
—Así que estás aquí para estudiar en la BelleEpoque —me dice—. ¿Quieres ser la nueva Amenábar?
—Hombre, pues ya me gustaría, la verdad. Pero dudo mucho que vaya a ganar dos Goyas con mi primera película. En realidad, me tira más la publicidad.
—Así que quieres ser directora de anuncios.
—Dicho así suena muy cutre. A mi me gusta más director a secas, o realizador.
Nos paramos en el semáforo a esperar a que se ponga en verde antes de cruzar. Esquelles parece una ciudad muy limpia, y me está gustando. Veo que hay zonas verdes, y mucho comercio. Hemos pasado por delante de un Zara, un Bennetton y un Inside. ¡Bien!
—Si en algún momento necesitas a alguien cachas, puedes contar conmigo.
—¿Eres actor?
Se lo pregunto muy sorprendida, porque aunque físicamente da el tipo, no me parecía que tuviese este tipo de inquietud.
—Joder, no —exclama, riéndose—. Soy bombero, pero ya sabes, con toda esta moda de los calendarios, me he acabado acostumbrando a las cámaras. —Se gira hacia mí y me vuelve a guiñar un ojo. ¿O será que tiene un tic?—. Te haría el favor completamente gratis.
Así que es bombero. Bueno, eso explica su perfecto estado físico. Ser bombero no es una profesión para enclenques ni cobardes, así que deduzco que debe ser valiente.
Mira, ha ganado un punto en mi escala de valores.
Aunque si sigue guiñándome el ojo, se lo volveré a quitar.
—Así que eres chico de calendario. ¿Qué mes eres?
—Verano, siempre. Será por el bronceado. He sido junio, julio y agosto. Este año me toca septiembre.
—Vaya, ¿es que siempre salís los mismos?
—No, lo echamos a suertes, y a mí me ha tocado cuatro años seguidos.
—Pues qué suerte la tuya. Si juegas a la primitiva, deberíamos hacer una entre los dos, a ver si se me pega algo.
—¿No eres una chica con suerte?
—¿Suerte? No sé ni lo que es eso.
—Bueno, entonces serás afortunada en el amor.
Bufo, sarcástica. ¿Amor? Sé lo mismo del amor, que de la suerte. Nunca he estado enamorada, por lo menos, no de la manera en la que se enamoran las protagonistas de las novelas que me gusta leer. A veces, he llegado a pensar que ese tipo de amor no existe.
—Tuve un gato, una vez —contesté—. Pero me dejó por la gata en celo del vecino. Eso es lo más cerca que he estado de tener novio.
—¡Venga ya! Eso no me lo creo. Una chica como tú, debe haber tenido muchos abejorros zumbando alrededor.
—¿Una chica como yo? ¿Qué quieres decir con eso?
Lo provoco para que me suelte un cumplido, lo confieso. ¡El tío está bueno, qué queréis!
—Pues, una chica guapa, lista, inteligente, divertida… eso quiero decir.
—Borde y antipática. Debes añadir eso a la lista.
—A mí no me parece que tenga que hacerlo. Tus borderías me resultan divertidas.
—No, si al final acabaremos llevándonos bien.
—¡Por supuesto! ¿Qué esperabas? Yo me llevo bien con todo el mundo.
Llegamos al súper e hice acopio de todo lo que necesitaba, además de comida. Volvimos bastante cargados, menos mal que Alonso es un tío cachas y puede con eso y más. Durante unos segundos me quedo detrás de él mientras sigue caminando, y puedo admirar el magnífico trasero que tiene. Rellena perfectamente los vaqueros, y seguro que tiene las nalgas duras, como a mí me gustan. Perfectas para clavar las uñas mientras retozamos.
Madre del amor herboso, qué calores me entran.
Decido quitarme este tipo de pensamientos de la cabeza. Vamos a convivir durante nueve meses, y no me conviene tener ensoñaciones eróticas con mi compañero de piso, así que aprieto el paso hasta volver a estar a la misma altura que Alonso.
Cargados con las bolsas, no hablamos mucho durante el regreso, pero yo tengo una curiosidad malsana y no puedo evitar preguntarle qué hace viviendo en un piso con cuatro chicas.
—Cuando me destinaron aquí, hace tres años, pensé que sería de forma provisional, así que en lugar de gastarme un dineral en alquilar un piso para mí solo, pensé que sería más práctico y económico buscar una habitación. Después, cuando lo provisional pasó a ser definitivo, me llevaba tan bien con las chicas que decidí quedarme. Ahorro mucho dinero compartiendo piso.
—¿Y la habitación que ocupo yo ahora?
—Era de Maika, que se nos casó hace tres meses. Estuvimos a punto de quedarnos los cuatro solos, pero los gastos subían demasiado y al final decidimos probar con alguien nuevo.
—Esa soy yo.
—Sí, esa eres tú.
Cuando llegamos, Susana se ha metido en su cuarto y Paula está espachurrada en el salón viendo la tele. Saludamos y vamos hacia la cocina. Alonso me explica cómo se organizan el día a día, y me señala los estantes donde debo colocar mis compras.
—Cada uno de nosotros se ocupa de mantener limpio su dormitorio. Es obligatorio barrer, fregar, quitar el polvo y cambiar las sábanas una vez a la semana. Por lo visto, la que ocupaba mi dormitorio antes de que llegara yo era un poco guarra y tuvieron que poner estas normas. Las zonas comunes las hacemos entre todos. Cada semana serás responsable de una parte. Está todo en este cuadrante, en el que ya estás incluida.
Me señala la puerta de la nevera y sí, ahí veo un folio con nuestros nombres y qué es nuestra responsabilidad.
—Un día a la semana tendrás la lavadora a tu entera disposición, y nadie más que tú puede usarla ese día. Arriba en la terraza hay cuerdas para tender la ropa, pero si quieres usar la secadora, —coge una hucha con forma de cerdito que hay en una esquina del mármol—, has de meter aquí dos euros. Consume mucha electricidad, y la factura sube demasiado, así que hacemos esto para compensar. El dinero que se reúne aquí —hace sonar el cerdito, y se oye el tintineo de las monedas que hay dentro—, es para pagar reparaciones y esas cosas. La última vez que se estropeó la lavadora, rompimos el cerdito y hubo bastante para que no tuviéramos que poner de nuestro bolsillo.
—Un sistema interesante —concedo, pero me he cansado de oírle hablar de reglas. No es que haya prestado mucha atención, claro; más bien me he quedado embobada mirando de reojo esos labios que no paraban de moverse y de imaginármelos moviéndose en cierto punto de mi anatomía—. Y, ¿qué hacéis para divertiros?
—Nada de fiestas universitarias, si es eso lo que estás pensando. Ni follamigos. Solo se aceptan novios formales.
Me mira ceñudo, y yo le devuelvo una mirada que pretende ser inocente, pero se queda en eso, en una pretensión.
—¿Y por qué no? Una tiene sus necesidades, ¿sabes?
—Y yo estoy aquí —me replica abriendo los brazos—, para satisfacerlas todas.
Bufo, por supuesto. Demasiado rato había pasado sin intentar hacerse el casanova. No es que yo misma no haya pensado en hacérmelo con él, pero sería una complicación innecesaria, y más habiendo tanto tío por el mundo. Será mucho mejor que me busque algo por ahí.
—Ya me parecía a mí, que todo era demasiado bueno para ser verdad. ¿Es que somos tu harén?
—¡No le hagas caso al gilipollas! —grita Paula, que parece que ha estado oyéndonos—. Puedes traerte a todos los tíos que quieras, siempre que les dejes claro que no pueden ir paseándose por ahí en calzoncillos, y que esto no es una pensión y deben irse a dormir a su casa.
—¡Eh! —protesta Alonso—. Que yo no soy gilipollas. ¿No tienes algo qué hacer? ¿Como sacarle brillo a tu escoba, por ejemplo? Es muy bruja —añade en voz baja, para que solo lo oiga yo.
—Pues a mí no me lo parece —le replico.
—Ya veo, acabas de llegar y ya estás confabulándote con Paula en mi contra. —Se pone el dorso de la mano en la frente, levanta la barbilla exageradamente, y añade mientras me deja sola en la cocina—: No tenéis en cuenta mis pobres sentimientos.
Paula y yo nos reímos. Parece que Alonso tiene un algo de payaso, y eso me gusta.
Menos mal que ya es mañana cuando sale, ahora estoy que ya no vivo de las ganas jajajaja
ResponderEliminarSolo son unas horillas!!! XDDDDD
EliminarEnternas horitaaaasssss
EliminarXDDDDDDD
Eliminar¡Por eso no quería leer! ¡Arggg, que ya sea mañana!
EliminarMe gusta, Angélica. Me has hecho reír mucho. Te irá muy bien.
Diossss no suelo leer los capitulos cuando los suben, pero me podia la curiosidad jajaja y ya sabes lo que le hizo al gato... pues yo estoy igual!
ResponderEliminar¡Que ganas!