–¿Eres un gigoló?
La pregunta lo pilló desprevenido. Habíamos estado diez minutos en silencio, él preparando la cena para su «invitada», y yo admirando su habilidad en la cocina.
–¿Gigoló? Sí, es una manera de decirlo, aunque me han dedicado nombres mucho menos bonitos.
–Me lo imagino. Hay gente muy pacata por ahí.
–¿Tú no lo eres?
–¿Estás de coña? Alquilo mi vivienda a viejos verdes que vienen a follar con tías de mi edad. Y ahora, a ti. ¿Tú crees que eso es ser una mojigata?
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¿Pacata, yo? ¡Ja! Si supieras las cosas sucias que ocurren en mi mente mientras hablo contigo... |
–Supongo que no, pero nunca se sabe. Una vez tuve una clienta que, entre polvo y polvo, se empeñaba en devolverme al camino recto. No veas los discursos que me soltaba.
–¿Y los aguantabas?
–Pagaba bien, y tengo la extraña habilidad de oír sin escuchar, si entiendes lo quiero decir.
–Lo entiendo perfectamente. Yo la desarrollé durante los dos últimos años de noviazgo.
–¿Tienes novio?
–Ya no –exclamé con repugnancia, controlando un escalofrío–. Gracias a Dios me deshice de él a tiempo.
–¿Tan malo era?
–No era malo, pero tampoco era bueno. Y tú, ¿tienes novia?
–¿Tú crees que alguna chica soportaría que su novio se ganase la vida como lo hago yo?
–Bueno, de todo hay en la vida del Señor.
Se echó a reír mientras sacaba la bandeja del horno y la dejaba sobre la encimera de la cocina.
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Si lo oyérais reír, se os caerían las bragas. De verdad de la buena. |
–No, no tengo. Una chica a la que no le importara cómo me gano la vida, no me interesa. Y de momento, no puedo dejarlo.
–¿Por qué? –Tenía verdadera curiosidad. Era evidente que Nacho se movía en un mundo de lujo que yo solo conocía a través de las películas. La ropa que vestía, sus modales, el reloj caro que llevaba en la muñeca, el coche que le había visto la noche anterior… hasta su corte de pelo gritaba «pasta».
–Por los contactos, y porque todavía no he ahorrado lo suficiente para poner en marcha mi sueño.
–¿Tu sueño?
–Ajá.
Por supuesto. Todos tenemos sueños, ¿no? ¿Por qué él no iba a tenerlos?
–¿Y cuál es?
Se echó a reír, avergonzado. Estuvo callado un rato mientras preparaba las cosas y las iba poniendo en la bandeja del horno.
–Poner mi propio restaurante –dijo finalmente–. ¿Te parece una locura?
–¿Que te guste cocinar? Me parece maravilloso. Me encantan los hombres que saben cocinar. Yo soy un auténtico desastre en la cocina.
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Cuidado con los accidentes, que la cocina es muy traidora... |
Y es verdad. Sé hacer las cuatro cosas básicas: un cocido, unos macarrones, huevo fritos con patatas, y alguna cosilla más. Pero no me pidas nada que sea complicado, porque acabaremos cenando pizza congelada.
–Pues un día te invitaré a cenar y te haré algo para que te chupes los dedos. Pato confitado al aroma de canela y naranja, quizá. Sí, creo que tienes cara de que te guste el pato.
Lo dijo impulsivamente, sin pararse a pensar en sus palabras, porque cuando terminó la frase se quedó tieso como un palo y sin mirarme, como esperando que yo lo mandara a freír espárragos.
–¿En serio? –exclamé con verdadera alegría–. ¡Me encantaría! Nunca he comido pato. Pues oye, serías una joya de novio, en serio. Guapo, buena persona, cocinero excelente, y además, por lo que oí anoche, seguro que follas como Dios. Si las tías fuesen inteligentes, se pelearían por ti.
Se puso rojo como la grana y apartó sus ojos de los míos. ¡Ma cagüen! Este filtro mío, que cuando me relajo parece que se toma vacaciones, siempre está metiéndome en situaciones delicadas. «Por lo que oí anoche, seguro que follas como Dios». ¿Cómo se me ocurrió decirle algo semejante?
Continuará...